Se abren las puertas y un río de túnicas de ruán sale hacia la más silente de las plazas sevillanas,
abriendo el cortejo marcha una cruz de guía que avanza con pasos cortos
a través del gentío que se agolpa ante su tránsito.
La noche sigue desarrollándose y, tras una breve parada, prosigues el camino. De nuevo una mirada al frente, otra cuenta en tu rosario y, a la vuelta de la esquina, devotos que esperan con la mirada puesta en una interminable hilera de cirios que entregan su luz a la noche sevillana cuando la luna comienza a sentirse agotada por
-Ahí viene el Señor.
Siguen pasando
las horas hasta que llega ese delicado momento en el que se asoma la alborada. Esta
es la última parada, ante ti la inmensidad de San Lorenzo, sus puertas se encuentran
abiertas de par en par y tus hermanos van aparcando sus cirios al atravesar el
dintel mientras rompen el silencio las golondrinas.
El amanecer se acerca, la noche toca su fin y ese fin lo certifica
tu suspiro apesadumbrado entretanto el paso del Señor comienza a adentrarse en
la basílica: tus ojos miran a sus manos, a sus ojos, a sus pies que al igual
que los tuyos han caminado atravesando calles abarrotadas de fieles dando
testimonio de fe. En cuestión de minutos aparece el paso de Ntra. Señora
del Mayor Dolor y Traspaso y lo ves entrar con lágrimas en los ojos, deseando
que esa última chicotá no finalice nunca, pero las malvadas manecillas del
reloj no sólo no se detienen, sino que parecen incluso ir más aprisa para
finiquitarlo todo. Te santiguas
ante ambos pasos y, de esa forma, sin mediar palabra, te despides de Él y de su
madre hasta la próxima vez que pases a verlos por su templo.
De vuelta a casa sigues con tu mirada al frente, con
tu semblante serio y los ojos cansados, con los pies derrotados, pero con el
sentimiento de satisfacción de que un año más has cumplido esa promesa, la de
acompañar a Jesús del Gran Poder por las calles de Sevilla.