lunes, 9 de abril de 2012

Nazareno del Gran Poder


El reloj marca la hora señalada y, acompañado por tu larga sombra, agarras el cirio entre tus manos antes de encenderlo, antes de sentir el chisporroteo de la llama que se apresura en tomar forma. Eres uno más entre sus filas, y tus pasos serán sus pasos, los pasos de Cristo en su caminar por nuestras calles cuando estas se tornen en tenebrosa negrura, cuando el silencio lo invada todo, cuando la quietud solo sea rota por el toque seco de una chasca acompañado de la música de un leve racheo de alpargatas.
                                                                                             
Se abren las puertas y un río de túnicas de ruán sale hacia la más silente de las plazas sevillanas,  abriendo el cortejo marcha una cruz de guía que avanza con pasos cortos a través del gentío que se agolpa ante su tránsito.




La noche sigue desarrollándose y, tras una breve parada, prosigues el camino. De nuevo una mirada al frente, otra cuenta en tu rosario y, a la vuelta de la esquina, devotos que esperan con la mirada puesta en una interminable hilera de cirios que entregan su luz a la noche sevillana cuando la luna comienza a sentirse agotada por la Madrugá. Otra parada más. Te detienes y no puedes evitar dirigir la vista hacia tus pies cansados y dolidos por la caminata, descalzos. Al alzarla te encuentras con el horizonte, con la profundidad de una calle oscura, con el frío que es más profundo aún y te cala hasta los huesos traspasando tu hábito. Así transcurre el tiempo, acunado por un suave murmullo que de cuando en cuando se oye desde la acera:

-Ahí viene el Señor.

 Siguen pasando las horas hasta que llega ese delicado momento en el que se asoma la alborada. Esta es la última parada, ante ti la inmensidad de San Lorenzo, sus puertas se encuentran abiertas de par en par y tus hermanos van aparcando sus cirios al atravesar el dintel mientras rompen el silencio las golondrinas.

El amanecer se acerca, la noche toca su fin y ese fin lo certifica tu suspiro apesadumbrado entretanto el paso del Señor comienza a adentrarse en la basílica: tus ojos miran a sus manos, a sus ojos, a sus pies que al igual que los tuyos han caminado atravesando calles abarrotadas de fieles dando testimonio de fe. En cuestión de minutos aparece el paso de Ntra. Señora del Mayor Dolor y Traspaso y lo ves entrar con lágrimas en los ojos, deseando que esa última chicotá no finalice nunca, pero las malvadas manecillas del reloj no sólo no se detienen, sino que parecen incluso ir más aprisa para finiquitarlo todo.  Te santiguas ante ambos pasos y, de esa forma, sin mediar palabra, te despides de Él y de su madre hasta la próxima vez que pases a verlos por su templo.

De vuelta a casa sigues con tu mirada al frente, con tu semblante serio y los ojos cansados, con los pies derrotados, pero con el sentimiento de satisfacción de que un año más has cumplido esa promesa, la de acompañar a Jesús del Gran Poder por las calles de Sevilla.
                               

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